Juan Carlos García
Valdés
A veces voy manejando, llego a un alto y por el
comportamiento de la mayoría de los conductores, me pregunto si me enseñaron
mal los colores en el kínder o si simplemente soy daltónico. En ocasiones es
un auto el que se pasa el rojo, pero muy a menudo son cuatro o cinco y el récord
registrado hasta ahora es de 14 de 18.
Entre semana, si bien no me parece adecuado, entiendo que la
ciudad está imposible, que hay que llevar a los bodoques a la escuela y que hay
que llegar a las juntas mensas y a las reuniones innecesarias, y que,
probablemente, un minuto sea la diferencia entre arribar y no arribar. Pero
reitero: me parece que habría que respetar las luces (y no me refiero aquí a
las del arbolito de navidad, aunque también).
Sin embargo, a los que no entiendo, de verdad, son a los que
se pasan los altos los domingos. ¿A dónde tienen que llegar tan rápidamente? Yo
me imagino que han de estar amenazados por el compadre bigotón: “donde llegue
usted tres minutos tarde, me lo agarro a besos” (y pues los otros ahí van hechos
la raya para llegar precisamente tres minutos tarde).
Lo que me llama la atención es que a) los conductores se los
pasan cada vez de forma más cínica y b) que de la autoridad no se ven ni sus
luces para imponer el castigo correspondiente.
Uno de tantos problemas
Habiendo tantos problemas en nuestro país, podrán ustedes
preguntarme por qué me centro en el de los semáforos y yo les contestaré lo
siguiente: porque la corrupción empieza en lo más insignificante. Las naciones
más avanzadas no lo son nada más porque su gobernante se niega a hurtar, sino
principalmente porque cada ciudadano a cada minuto sabe respetar aquello que no
es suyo y sabe esperar su turno.
Dicho de otra forma, de aquel que se pasa los rojos sólo
puedo esperar que también copie en los exámenes, plagie, mienta, se lleve su
tajada en todo tipo de contratos y demás sinsentidos. Lo grave no es pasarse un
alto, sino que, lo he visto con mis propios ojos bellos, la mayoría de los que
se pasaron el primero, se pasan también el segundo, invaden el área de los
peatones y ni siquiera prenden sus direccionales cuando se meten en sentido
contrario.
Lo anterior lo hacen porque no hay alguien que les ponga un
hasta aquí. Nuestros gobernantes no quieren gobernar, sino sólo llevarse su
rebanada del pastel. Si quisieran gobernar en vez de poner fotomultas, pondrían
a una patrulla en cada cruce previamente detectado como “facilón para los
amantes del compadre” y créanme que recaudarían enormidades, todo in fraganti.
Las licencias
Si un perro chihuahueño fuera a pedir su licencia de manejo,
en este país se la darían (y se me hace que vitalicia), pero ahora mismo no
quiero hablar de esas licencias, sino de las licencias de los licenciados.
Los que me conocen saben que la forma más fácil en la que le
puedo dejar de hablar a alguien es que ese susodicho se refiera a mí como
licenciado. “Licenciado, ¿sería tan amable de auxiliarme?”, a lo cual yo
contestaría con un reverendo macanazo.
Si analizáramos las raíces de las palabras, todo nos quedaría
mucho más claro, pero estamos tan atolondrados por las vidas ficticias de
tantos zombies que nos rodean, que no atinamos a ver lo obvio.
Así, por ejemplo, sabríamos que:
a/mor à ausencia de muerte (aunque haya necios que opinen lo
contrario).
futbol à de foot (pie) y ball (pelota).
Y licenciado à persona que ha recibido su licencia para llevar a
cabo una cierta actividad.
Quien cuenta con una licencia se supone que sabe bastante
para desenvolverse en su ámbito. Una licencia no se le da a cualquiera (o
bueno, en México sí) y debería garantizar conocimientos suficientes para llevar
a cabo la labor correspondiente.
Sin embargo, en este país, así como no se le niega una
licencia de manejo a nadie, tampoco se le puede privar a cualquier hijo de
vecina de que obtenga su grado en comercio, ingeniería, psicología,
administración del tiempo libre y/o manualidades de Cositas hechas con amor,
incluso si el sujeto en cuestión no sabe ni sacar una regla de tres, ubicar a
Sonora en el mapa y escribir de forma aceptable. “Es que le echó ganitas y
además calentó el asiento durante cuatro o cinco años”.
Y la pregunta que surge es: ¿dónde está la SEP? ¿Dónde está
la SEP para garantizar que las personas que tienen y tendrán las licencias
expedidas por esa misma Secretaría conocen los temas que tienen que conocer y
desarrollan las habilidades que tienen que desarrollar? La respuesta
desafortunadamente es: checando cosas insignificantes como plataformas
bizarras, requisitos de más, verbos en infinitivo en no sé cuántos documentos y
convocando a consejos técnicos, que han de ser la cosa más soporífera del
mundo.
¿Y saben por qué hacen todo esto? Ni más ni menos que para
simular que se está haciendo algo. Por eso una “reforma educativa” presentada
con bombo y platillo, por eso las cancelaciones de clase una vez por mes (para
que vean que las autoridades y los docentes trabajan conjuntamente en la
revisión de memes… que diga… en la revisión del avance programático) y por eso
los cientos de comerciales sobre el nuevo modelo, que hará que nuestra nación
pase de ser un país bananero a uno súper bananero.
Uno se pregunta dónde está la SEP, pero también cabría
preguntarse dónde están los directores, los coordinadores y los padres de
familia, y la respuesta es haciendo todo, menos lo que realmente les
corresponde, que en el caso de los dos primeros es garantizar la calidad
educativa y en el caso de los últimos es cerciorarse de que eso suceda.
Sin embargo, los directores y los coordinadores están más
interesados en organizar viajes a la Riviera Maya, fiestas de jalogüín y
desayunos en conmemoración del fin de la primera temporada de MasterChef, que
en lo que les atañe.
Los alumnos no se quedan atrás y en lugar de ir a estudiar,
van a sacarse selfies, a subir estados, a organizar fiestas y recorridos y
cuando terminan con todo lo anterior, se ven abrumados por la tramitología del
servicio social, las prácticas, la tesis que nadie lee y que muchos copian, la
carta de pasante, el título, las cuatro fotos infantiles y las dieciocho tamaño
pasaporte, sin obviar, por supuesto, todo el papelerío para las posibles
revalidaciones y equivalencias pertinentes.
Los papás están agobiados por un trabajo que no les satisface
o por un jefe que los atormenta, o ambos
dos a la vez, y los maestros no son, por supuesto, o sea hello, la excepción: una buena parte
sólo se la pasa pensando cómo llenar las horas clase con lo que sea, sin
importar si eso beneficiará o no a los estudiantes, y otros más dedican las mismas
horas clase a planear otras horas clase en las que también planearán otras
nuevas horas clase. ¡Un verdadero huateque!
Bienvenidos a
Simulandia
Somos el país de la simulación, con escuelas simuladas, gobiernos
simulados, familias simuladas, persecución del delito simulada, religiosos
simulados, poder adquisitivo simulado, una liga simulada, transparencia
simulada y todo lo demás simulado que se puedan imaginar.
Y ya aquí entre nos, déjenme decirles que el inglés no es la
excepción: Mis alumnos de licenciatura (esos que un día van a tener una
licencia, también denominada cédula profesional) llegan un año sí y otro año
también con conocimientos y habilidades prácticamente nulas en la lengua de
Connecticut, York y Nueva York, y la pregunta que surge es: ¿qué estuvieron
haciendo en sus clases de inglés anteriormente? Respuesta: estuvieron
simulando.
Estuvieron simulando con un libro de texto, quizás con un workbook, con un maestro egresado de la
Facultad de Lenguas al que se le otorgó su licencia nomás por ir, con clases
dinámicas y actividades lúdicas, con SACs y más SACs, con proyectos súper cool y bien acá, con presentaciones y diapositivas, y entonces en un país en el que la simulación reina, pues todos dijeron
“muy bien, sigue en tu clase y en cinco o diez años serás bilingual”, aunque se les olvidó a la SEP, al director, al
coordinador de idiomas, a los papás, al maestro mismo y a los alumnos también,
que un idioma, pequeño detalle, no se aprende así.
Y entonces vas pa’ tras
y resulta que llegan a su primera clase de nivel licenciatura sabiendo que
pollito es chicken (cuando no kitchen) y ya los más avezados que
gallina es hen, lápiz pencil y pluma pen.
Lo anterior tiene que ver con el ya mencionado modelo
educativo, pero también, no queramos tapar el sol con un meñique, con la manera
en la que concebimos el estudio en nuestro país.
Estudio: ¿Quién pone los minutos
o las horas extras?
Para explicar lo anterior, me permitiré referirme al caso de
dos astros del futbol mundial: Messi y Cristiano Ronaldo. Nos guste más uno o
el otro, no podemos negar que son unos verdaderos cracks y, sin duda, los
mejores en lo que hacen en todo el planeta.
Muy bien. Ahora imaginemos que, como ya saben que son los mejores, deciden que no van a entrenar nunca más. ¿Para qué entrenar si ya se saben todo: la manera de pasar el balón, de controlarlo, de dominar, de cabecear, de echarse una chilena, de hacer un sombrerito, de poner el pase filtrado, todo, absolutamente todo?
Muy bien. Ahora imaginemos que, como ya saben que son los mejores, deciden que no van a entrenar nunca más. ¿Para qué entrenar si ya se saben todo: la manera de pasar el balón, de controlarlo, de dominar, de cabecear, de echarse una chilena, de hacer un sombrerito, de poner el pase filtrado, todo, absolutamente todo?
No obstante, ahí los vemos un día sí y otro también, uno en
la Ciudad Deportiva Joan Gamper y el otro en Valdebebas, entrenando como si
fuera su primer día y es que si no lo hicieran, ya lo sabemos, muy pronto los
demás los rebasarían y ellos quedarían en el olvido.
Comparemos ahora esa situación con nuestros licenciados o
futuros licenciados y veremos que ahí donde La Pulga y CR7 practican hora tras
hora, incluso ya sabiéndolo todo, nuestros estudiantes y los que ya egresamos
(deberíamos de seguir aprendiendo continuamente), no entrenamos, aunque a veces
no sabemos nada o casi nada, ni diez minutos por día en las habilidades que
tendríamos que desarrollar.
Muchos dirán, “pero estamos en clase desde las 7 de la mañana
hasta las 3” y eso es cierto, aunque desafortunadamente haciendo todo menos lo
que toca. Si Ronaldo y Messi estuvieran en sus ciudades deportivas simulando
todo el día, créanme que no llegarían a ningún lado (bueno sí, a lo mejor
llegarían a la Liga MX con un muy buen sueldo).
La analogía anterior nos permite ver la realidad sin tapujos:
en la mayoría de las escuelas mexicanas no se practica como se tendría que
estar practicando, y por eso el que sabe ubicar diez estados de la república en
un mapa es casi Dios revivido.
Y así como nadie les impone un castigo a los que se pasan los
altos, los que se pasan las normas de practicar para desarrollar las
habilidades que requerirán al final sólo reciben la penalización de ser
aprobados por mayoría de votos y no por unanimidad.
Un país que se
respetara a sí mismo
En un país que se respetara a sí mismo, los conductores se
esperarían los segundos o minutos que se tengan que esperar enfrente de una luz
roja, incluso si mueren de ganas de besar al compadre, y los estudiantes
practicarían sin que el teacher les tuviera que decir: a fin de cuentas el
beneficio es para los alumnos, no para el maestro.
En un país que se respetara a sí mismo, los directores y los
coordinadores velarían por la calidad educativa y detendrían todo aquello que
pueda obstaculizar el aprendizaje ideal, y los padres de familia estarían al
tanto del desarrollo de sus hijos.
Sin embargo, en este país, casi nadie practica hasta que el
maestro se lo exige, casi nadie respeta los altos, casi nadie quiere hacer su
trabajo bien y casi nadie está dispuesto a poner esas horas extras para llegar
al siguiente nivel.
En el mundo de la simulación todo tiene que ser fácil, rápido
y finalmente falso. En el mundo de la simulación importa lo que parece y no lo
que es. En el mundo de la simulación, las clases de inglés sirven para decir
que se lleva inglés, aunque nadie avance y nadie termine por hablarlo. En el
mundo de la simulación, se va a clases de inglés para tener la justificación
perfecta para ya no practicar más. “Ah no, yo ya fui a mi clase. Ni creas que
le voy a dedicar un minuto más”.
Y la SEP feliz con su presupuesto y los directores felices
con su matrícula y los maestros felices no haciendo mucho y los estudiantes
felices con su título. No importa que nadie hable inglés, incluso si es uno de
los factores que divide a los países entre productivos y no productivos, con
futuro real y sin futuro a la vista. No importa que a nadie le hayan enseñado
la importancia de no pasarse un alto. No importa que después sean asesinos,
secuestradores, extorsionadores o presidentes que copiaron su tesis. Las
autoridades educativas y todo el país les reconocen sus ganas de aprender
(¿cuáles?), sus logros (¿CUÁLES?) y sus planes que contribuirán al desarrollo
de este país (¿DE VERDAD???).
Después de todo, qué importa, si vivimos en el país de la
simulación eterna.
Manos a la obra
Se acaba un año más y es muy probable que sólo hayas simulado
en lo que al inglés se refiere. Si eres una de las excepciones, ¡felicidades!
Estás construyendo hoy las bases de un futuro lleno de oportunidades y
condiciones favorables para ti y para tu familia.
Si, por el contrario, te hiciste guaje y no quisiste avanzar,
no te preocupes. La sociedad no te lo demandará, porque esta sociedad apagada
no demanda nada, o al menos no lo importante. Pero después no estés diciendo
que tienes mala suerte, que los mejores trabajos se los dan a otros, que las
becas te las niegan y que no estás feliz con lo que haces.
O haz lo que quieras… finalmente la simulación se te debe dar
muy bien, ¿no es cierto?
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