Juan Carlos García
Valdés
El trayecto de Port-adhair Dhùn Èideann a Schiphol dura un
poco más de una hora y yo, que siempre voy curioseando, me pude dar cuenta de
una cosa que me puso a pensar. Sin más preámbulo, les cuento.
El niño
A diferencia de muchos de los aviones que cubren las rutas
transatlánticas, las rutas europeas son a menudo cubiertas por aviones
pequeños, de esos que tienen cuatro asientos por fila.
Delante de mí, iba una familia británica. El padre iba
sentado con el niño, del mismo lado del pasillo en el que yo me encontraba, y
la madre iba con la niña. El niño en cuestión tenía no más de ocho años.
¿Qué me llamó la atención?
Los padres llevaban una tableta y se pusieron a jugar ajedrez
entre ellos, algo un tanto impráctico, tomando en cuenta que el aparato iba de
un lado a otro del pasillo dificultando de vez en cuando el transitar de algún
pasajero con dirección al baño o de alguno de los asistentes de vuelo. Los
padres se reían y ciertamente parecían disfrutar el trayecto.
¿Y el niño? Aquí viene lo interesante. El niño llevaba un
libro de historia con dibujos (mi vista es buena y soy chismoso) y desde que el
avión se empezó a mover hasta que aterrizamos en los Países Bajos no quitó los
ojos del texto ni un solo momento.
Lo siento, pero tiendo a aburrirme en los vuelos y a no ser
por un vaso de jugo refrescante de naranja o por el refrigerio que dan
(normalmente en rutas europeas y en clase económica la cerveza y el vino blanco
no están incluidos; tristeza enorme), nada más me saca de mi hastío.
Por lo anterior, y ante la falta de un sistema de
entretenimiento completísimo, que sí tienen las rutas entre América y Europa,
lo que termino haciendo es observarlo todo (dormir me cuesta trabajo y leer en
los vuelos, de manera constante, les seré sincero, me da flojera… sí, repito:
me da flojera; lo siento si decepcioné a más de uno, pero yo sólo puedo leer en
tres o cuatro lugares: en mi cama, en mi cama, de nuevo en mi cama y ocasionalmente, una
vez cada tres años, en una mesa).
El niño de KLM, sin embargo, era totalmente lo opuesto. Les
digo que en ningún momento dejó de leer, ni siquiera cuando hubo un poco de
turbulencia, ni cuando la azafata preguntó si alguien quería jugo, café o agua,
ni cuando la vista de las costas holandesas se volvió maravillosa, ni cuando
despegamos, ni cuando aterrizamos, ni cuando la partida de ajedrez de sus
padres entró en un momento decisivo. Nunca.
Mi prima
Dicen que las comparaciones no son buenas, pero yo, que casi siempre
estoy en desacuerdo con todo, pienso lo contrario: las comparaciones son
excelentes porque nos permiten indagar más acerca de los sucesos y de las
personas. My rule of thumb es siempre
estar comparando, pero después no pedirle peras al olmo.
Así pues, me imaginé que enfrente de mí en lugar de viajar el
niño de KLM con su familia iban mis tíos y una de mis primas. ¿Qué hubiera
pasado?
Cuando mi tía le hubiera comido el alfil a mi tío y hubiera
emitido su tradicional muestra de prudencia ante las situaciones victoriosas, algo
así como un In your face!, mi prima
hubiera perdido el interés en su libro y se habría concentrado en la partida, rompiendo
tarde o temprano la regla que dice que los mirones son de Palo Alto,
California.
En los momentos de turbulencia, por ejemplo, le habría
seguido la corriente a mi tío para hacer la ola y poco después de haber pasado el
Mare Germanicum se habría dedicado a contar el número de casitas con techo
irregular en x número de kilómetros cuadrados entre Zandvoort y Haarlem.
¿Y qué es lo ideal?
Hace ya un buen tiempo que abandoné la idea de que
necesariamente una cosa es mejor que la otra. No me parece que leer sea indefectiblemente
mejor que observar, notar o divertirse. Hace falta ver qué se lee, para qué se
lee, qué tanto se retiene y, me parece todavía más importante, qué tanto se
aplica de lo que se lee.
El hecho de que el niño de KLM se pueda concentrar y mi prima
no tanto no lo hace mejor persona que ella. Mi prima tiene muchos talentos que
el niño de KLM seguramente no tendrá, pero lo que no podemos negarle al infante
volador es que tiene disciplina, algo que a muchos de nosotros nos falta, ya no
digamos nada más para los idiomas, sino para muchos de nuestros proyectos de
vida y profesionales.
La multitud de
proyectos
A veces, me parece, no es la ausencia de proyectos la que nos
detiene, sino la presencia de ellos, muchas veces en exceso.
Si el niño en cuestión hubiera querido leer diez libros o
revistas durante el trayecto de una hora y poco más, habría fracasado
rotundamente, pero debido al hecho de que se centró en uno nada más, pudo
enfocar su atención y sus energías. Yo,
por el contrario, no leo más de diez hojas en todo un vuelo transatlántico,
pero eso sí, mi equipaje de mano va cargado con cinco libros y cinco revistas,
por si se llega a ofrecer, lo cual nunca sucede.
La multitud de
proyectos lingüísticos
Lo mismo nos pasa con los idiomas. Nos gusten uno, dos o
sesenta, la lengua que debemos dominar sí o sí para tener muchas más
oportunidades laborales, académicas y, en general, profesionales es el inglés. Eso
lo sabemos todos. Sin embargo, a menudo nos inscribimos a un curso de portugués,
por qué no, nos aprendemos los números en francés, cuatro palabras en alemán,
ocho frases en japonés y para rematar nos compramos cuantos libros podamos en
ruso, chino o italiano. Todo para distraernos de nuestra meta real, como yo me
distraigo, por ejemplo, con mis libros y revistas, sin concentrarme realmente
en uno.
Respeta a tus menores
El niño de KLM, al menos a mí, me enseñó una gran lección: la
disciplina no es cuestión de edad, ni del lugar donde te encuentras, ni de lo
que sucede a nuestro alrededor.
Yo hubiera puesto (y los pongo) mil pretextos para no leer:
los de a lado van platicando y no me dejan concentrarme, la vista es muy bonita
como para perdérsela, el juego de ajedrez de los prójimos o más bien próximos,
en este caso, ya se puso bueno.
Y no quiero que me malentiendan: no quiero decir con todo
esto que contar las casitas sea algo malo, pero lo que sí es alarmante es la
intermitencia con la que hacemos las cosas y, más específicamente, la
intermitencia con la que queremos aprender inglés.
Cada quien tiene derecho a elegir sus metas, pero nadie debería
de tener derecho de tratar de conseguirlas de manera intermitente.
Adiós distracciones
Yo iba embobado con el niño de KLM, con su disciplina, y, por
qué no, también con el contenido del libro (ya les dije que mi vista es de
campeonato). Pero sobre todo, también iba sorprendido conmigo mismo, como quien
tiene una revelación y sabe que ha descubierto el secreto de su éxito. Entonces
le pedí a la azafata que me regalara un vaso de jugo de naranja y me imaginé en
mi camita, por la mañana, leyendo un libro y luego otro y luego otro más. Y en
mi lecho, desde donde no hay viviendas que contar, a no ser que abra la
ventana, cosa que no haré, leo muy bien y muy a gusto. Porque la disciplina es
importante, pero conocerse a uno mismo también.
Manos a la obra
Ya deja de poner pretextos y cumple tu meta de aprender inglés. No puede ser que un niño de ocho años tenga más disciplina que tú. Eso sí, no dejes que nadie te imponga la manera en la que lo lograrás: analiza las estrategias que te funcionan mejor y ponlas en marcha. Se vale ser flexible. Lo que no se vale es mentirse a sí mismo. “Sin prisas, pero sin descanso”.
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