jueves, 8 de junio de 2017

Reflexiones sobre el inglés

Juan Carlos García Valdés

Me he pasado los últimos cinco años y medio buscando formas en las que mis alumnos mejoren su nivel de inglés y no estoy satisfecho con los resultados.  "¿Qué más puedo hacer para que aprendan?", me pregunto todos los días, mientras como, mientras manejo y mientras camino hacia mi oficina.

Les comparto las ideas que rondan mi cabeza junto con un breve recorrido hacia mi niñez y mi primer acercamiento al inglés, esperando encontrar en el camino nuevas respuestas o al menos nuevas directrices.

Ávido de respuestas que me convenzan, a menudo voy de vuelta a mi infancia y me pongo triste porque en esa etapa nunca llevé un diario ni hice anotaciones a las que pudiera regresar después.

El primer consejo que les daría es que lleven un diario siempre, que apunten lo que los alegró y lo que los entristeció, lo que funcionó y lo que no. Nunca se sabe en qué momento esas ideas, que parecen insignificantes en un primer instante, pueden cobrar vida y desembocar en una solución creativa y necesaria.

Me dirijo a la infancia porque fue ahí donde más aprendí idiomas. Por un lado, el español, mi idioma materno, la lengua de "un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea" (ese poema de Paz me emociona), y después, a partir de los ocho años, el idioma inglés.

Como muchos de ustedes tal vez ya sepan, por haber leído mis otras publicaciones, mi entrada al mundo del inglés no fue precisamente la más sutil y antes de que aprendiera la primera palabra en esa lengua alguna vez desconocida para mí, una escuela ya me había rechazado porque mis compañeros tenían conocimiento del idioma y yo no. Fue cuando mis padres intentaban cambiarme de una primaria pública a una privada.

Afortunadamente mis papás me llevaron a otra escuela primaria, que incluso resultó ser mejor que la que no me aceptó, y ahí me abrieron las puertas con una condición y con una sugerencia: que durante un año tomara clases particulares de inglés por las tardes y que repitiera segundo de primaria. Aceptamos, mis padres y yo, en ambos casos.

Repetir segundo de primaria cambió mi vida para bien. De no haberlo hecho, estoy seguro, habría sido el niño chiquito de la generación y seguramente el blanco permanente del bullying. Mis compañeros habrían tenido un nivel mucho mejor que yo en todo, no nada más en inglés, y eso habría repercutido tarde o temprano en mi confianza y en mi motivación para aprender.

Repetir segundo fue la mejor decisión, pero no fue fácil. Ya en la primera clase, Miss Celina, my first English teacher, me aventó una pelotita y me preguntó algo que yo por supuesto no entendí y de no haber sido por la intervención oportuna y bienintencionada de un compañero, tal vez todavía estaríamos todos en el aula esperando a que yo dijera mis primeras palabras.

Me acuerdo de eso y me acuerdo de que todas las tardes, durante el primer año de mi estancia en ese nuevo colegio, mi papá me llevaba a la casa de Miss Lulú para tener mis clases particulares. Me acuerdo de eso y de que el día que Miss Lulú puso en la libreta la pregunta "Are you smart?", yo respondí: "Yes, I smart", una respuesta más bien cavernícola y, por supuesto, poco elegante. "Pues muy smart no ha de ser", seguramente pensó ella.

Me acuerdo de todo eso, pero cuando una amiga me preguntó hace dos años "¿y tú cómo aprendiste inglés?", descubrí que de eso no sabía o no recordaba casi nada. Es extraño como hay cosas que pasan desapercibidas y sobre las cuales casi nunca reflexionamos.

Desde ese momento, desde esa pregunta, me di a la tarea de rememorar e indagar. Conseguí cuanta libreta pude de aquella época y desempolvé mis adorados Stepping Stones, los libros que usé en la primaria y que sólo tenían juegos y canciones.

De a poco, descubrí que a nosotros no nos habían enseñado gramática. Todo había sido música, videos y diversión y ahora estoy convencido de que cada hora dedicada a la gramática es una hora prácticamente desperdiciada. Si en español nos hubieran metido la gramática desde chiquitos, créanme que todavía estaríamos balbuceando.

Lo veo con mis alumnos, a quienes un día les explico que el negativo en presente simple se hace con don't y doesn't y al siguiente día, al pedirles que escriban la oración "Él no come", hacen como si la virgen les hablara.

Yo sé que no lo hacen porque me odien, pero yo sí los odio cuando lo hacen (lo siento, pero jugar con las palabras es una de mis pasiones, desde los ocho años, cuando Miss Juanita me dijo: "Juan Carlos, ve por mis reglas", y yo le respondí que a esa maestra no la conocía. ¿Quién sería esa tal Miss Reglas?).

Por todo lo anterior, he empezado ya una transición de las clases tradicionales a las clases en donde la gramática no existe, pero en este país, tan acostumbrado a los dictados, a las notas de clase y a la gramática en sí, quitarla de tajo podría desembocar en que a más de uno de mis estudiantes les diera el patatús, que ahora que lo pienso, en un par de casos no estaría nada mal.

“Teacher, si no nos da gramática, le juro que me muero”, me diría mi alumno, a lo que yo podría contestar: “Chicos. Confirmado. Este semestre no va a haber nada de gramática. Querido alumno, sigue con tu plan hacia la lipotimia y el desmayo, fuerte y con todo”.

Sin embargo, debo aclarar que no me interesa que ese sea el destino de la gran mayoría y, por lo tanto, lo reitero, estoy en esa transición, buscando que sea lo más sutil posible.

A nosotros no nos impartieron gramática y luego un buen día, cuando iba en quinto de primaria, un amigo me dijo: “Juan Carlos, ve a ver la lista que está allá abajo. Felicidades”.

Yo corrí desde el tercer piso hasta el patio y me encontré con la noticia de mi vida. Había sido elegido, por mi promedio, para irme un mes a Dayton, Ohio a vivir con una familia norteamericana y asistir a clases en Our Lady of the Rosary School.

Mi alegría era inmensa. Tres años antes me habían rechazado de una escuela por no saber inglés y ahora no sólo aparecía en la lista de alumnos destacados, sino que la encabezaba.

Así las cosas, cuatro días después de haber cumplido los doce años, me subí al avión y conocí a la familia Pohlar.

Algo que me llamó la atención desde el primer momento fue que todo lo que quería decir lo podía decir y que cuando yo les hablaba ellos no ponían cara de pueblo de México cuando Enrique Peña quiere explicar algo. Eso incrementó mi confianza e hizo que el miedo por hablar, si había existido, desapareciera.

Después del viaje, regresé a mi escuela en México y seguí aprendiendo inglés. Finalmente, en tercero de secundaria presenté el First Certificate in English, como la mayoría de mis compañeros, y, como la mayoría de ellos también, lo pasé.

Entonces me sentí el rey del mundo y me dije a mí mismo: “Si ya me puedo comunicar con los nativos y si ya tengo mi certificación, no tiene caso que siga aprendiendo”. A veces los éxitos, por grandes o pequeños que sean, nos afectan más que los fracasos y yo estoy seguro de que esa certificación me hizo mal. A partir de ese momento, ya fuera porque no tuve buenos maestros en las otras escuelas en las que estuve, ya fuera porque la apatía me ganó, ya fuera porque no estaba interesado, dejé de aprender inglés por exactamente diez años.

No estoy diciendo que no lo haya utilizado en ese lapso, sino que no me preocupé o, mejor dicho, no me ocupé por aprender más.

Todo fue así hasta que ya en la Facultad de Lenguas, en sexto semestre, la gran Lis Espinoza, primero mi maestra y luego una de mis mejores amigas, me hizo ver que mi inglés estaba totalmente oxidado y que o me ponía las pilas o me dirigía al fracaso. De poco importaba que mi inglés fuera mejor que el de la mayoría. Ese no era el parámetro. Había que seguir adelante.

A estas alturas se estarán preguntando por qué les cuento todo esto y la razón es relativamente sencilla. Cuando me pongo a buscar formas en las que mis alumnos puedan mejorar me doy cuenta de que algo fundamental es lograr que ellos eviten los errores que yo cometí en el pasado, que se alejen de la gramática, que vivan el idioma y que no piensen que tener un FCE o un TOEFL es la culminación del proceso de aprendizaje.

Me he quebrado la cabeza un día tras otro para que todos mis alumnos, sin importar si son particulares o de los grupos que tengo en las escuelas, se beneficien de mi experiencia, pero como la gran Lis Espinoza me lo dijo alguna vez, “muchos no quieren avanzar, incluso si les das todo”. Ella en Facultad de Lenguas siempre ponía a disposición de todos sus alumnos cientos de archivos, libros, textos, cosas que había ido acumulando y un buen día, después de que los dos saliéramos de esa institución, me dijo: “En toda mi estancia, sólo tres personas se acercaron a pedirme esos materiales, esos libros y esos textos. Tú y otras dos personas más”. Yo no le creí al principio, pero de a poco, lo fui experimentando también.

Muchos alumnos no ocupan su tiempo adecuadamente. Si tienen clase de inglés, quieren engañar al maestro haciendo cosas de otra materia. Otros faltan a sus clases. Otros piensan que porque ya saben un poquito más que la mayoría, ya no hay necesidad de seguir aprendiendo. Y la mayoría, la gran mayoría dice no tener tiempo cuando tiempo hay de sobra; sólo hace falta un plan para utilizarlo adecuadamente.

¿Y qué les digo? ¿Qué yo estuve exento de esas faltas? Desafortunadamente no puedo hacerlo, pero lo que sí puedo intentar es que haya un cambio, por pequeño que sea, en el acercamiento al idioma y en la experiencia de aprender un idioma. E intentar avisarles con tiempo para que no se den de topes después.

Me he pasado los últimos cinco años y medio buscando formas en las que mis alumnos mejoren su nivel de inglés y no estoy satisfecho con los resultados. Pero hemos ido avanzando y en ocasiones, cada vez más, hay casos que me motivan: alumnos que toman la iniciativa y dicen “teacher, yo no aprendo así, pero esto otro me está funcionado”, alumnos que se dan la oportunidad de usar el idioma en el día a día, mediante pláticas o chats, alumnos que me llenan de preguntas, evidencia de que están alejándose de su zona de confort en el inglés.

En estos cinco años y medio, he descubierto algo más: a mí no me enseñaron el idioma, sino que lo aprendí. Por más que haya tenido a Miss Celina y a Miss Lulú y a Lis, en los idiomas la enseñanza es un 5% y el aprendizaje es el restante 95%. Ellas me guiaron y me llamaron la atención cuando tenían que hacerlo. Ellas me mostraron caminos más adecuados, pero el que se aprendió cada una de las palabras que ahora me sé fui yo.

Esa revelación no es fácil de digerir, sobre todo para una persona como yo. ¿Para qué sirve entonces un maestro de inglés o de lengua en general? Con frecuencia, me voy dando cuenta de que o sirve para guiar y motivar o no sirve para nada.

"¿Qué más puedo hacer para que aprendan?", me pregunto todos los días, cuando camino, cuando como, cuando me dispongo a dormir. No siempre hay respuestas, pero casi siempre hay luces que uno vislumbra como posibilidades.


¡Cómo me gustaría que todos pudieran ir a Our Lady of the Rosary School y que vivieran la experiencia del inglés en carne propia! O, también, por qué no, que un día les negaran el acceso a una escuela o les negaran un trabajo por no saber inglés. No es que sea cruel, pero a veces sólo así aprendemos y sólo así nos damos cuenta de todas las oportunidades que hemos desperdiciado.

A veces los éxitos son fracasos y los fracasos son éxitos, oportunidades para revelarse y crecer realmente.

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